24 de enero de 2012

PARA mj MI ÚLTIMA SEGUIDORA, MI AGRADECIMIENTO

*

*
Sobrecubierta de Mi viaje a Togo, de Anna Rossell (ilustrado por Pilar Millán)


Martes, 06-04-2004



     10.30 h de la mañana: Manolo Ávila (alias Avililla) y yo salimos del
aeropuerto de El Prat hacia Lomé (Togo, África occidental), vía
París. En el Charles De Gaulle tenemos que esperar aproximadamente una
hora y media antes de tomar el vuelo de enlace. Vamos a Togo a ver a Paco
Rodríguez, uno de los amigos salesianos de la infancia de Manolo, uno de
los pocos que no dejó los hábitos. Hace cuarenta y siete años que no se
han visto y en este tiempo apenas han sabido nada uno de otro. Es misionero
y vive en Kara, una ciudad del norte de la franja togolesa. Hace unos
días le escribimos un imeil que él tardó mucho en contestar por las dificultades
que tienen para hacerlo desde allí. Le anunciábamos nuestra visita.
Él se alegraba y nos abría las puertas. El texto, muy breve, comentaba:
«Espero que no seáis muy melindres».
     De Togo apenas sabemos nada, lo mínimo. En Barcelona no hemos
encontrado prácticamente ninguna información y tampoco internet ha
servido de gran ayuda. Salimos sin haber reservado hotel, vamos por nuestra
cuenta. No es un viaje organizado.
     El avión tiene prevista la llegada a las 18.00 h —hay dos horas de diferencia
con respecto a la hora española— y pensamos que será mejor ver
directamente el hotel donde vamos a pasar la noche. Creemos que tendremos
tiempo de buscar habitación tranquilamente.
     Aterrizamos en el aeropuerto de Lomé a las 18.20 h. En el avión
hemos tenido que rellenar un impreso para la policía del país: información
sobre nuestros datos personales y de viaje para el visado, que proporcionan
en el propio aeropuerto.
     Contrariamente a lo que esperábamos, cuando llegamos ya ha anochecido.
El aeropuerto de Lomé es pequeño; la mayoría de los viajeros
hace cola delante del control de pasaportes; la zona de los visados forma
otra cola, no demasiado larga, pero los agentes se toman su tiempo. En
el avión, que iba repleto y era enorme, éramos casi los únicos blancos. Es
un hecho que impresiona.
     Por lo que parece vamos a necesitar mucha paciencia. Aquello de las
cosas de palacio van despacio, por más que se trate de un proverbio español,
no nos inmuniza: las cosas son las mismas, pero el palacio y el despacio son
togoleses. Y no sabemos cómo son, pero ya empezamos a intuirlo.
         Parece que Manolo se niega a creer lo que intuye porque se adelanta
hacia la ventanilla como para comprobar si la nuestra es la cola correcta.
Ahora sabemos que este gesto tan inocente, aquí en Togo y en una situación
como ésta, es una temeridad. Un blanco debe comportarse con discreción 
para pasar cuanto más desapercibido mejor. El color de la piel ya   
resulta suficientemente indiscreto, pero este gesto de impaciencia ha puesto
de manifiesto nuestra ignorancia, nuestro desconocimiento del país.
Ahora ya no sólo somos blancos, ahora somos blancos que no saben a qué
se exponen. Somos blancos también en el otro sentido de la palabra.
     Inmediatamente, un hombre con una tarjeta de identificación personal 
plastificada prendida del lado derecho de la camisa le frena en seco y 
le pide el pasaporte y el impreso que hemos rellenado en el avión. El hombre

no lleva uniforme, pero parece un empleado del aeropuerto. Le hace
un gesto a Manolo indicándole que le siga. Yo también le sigo. Al hombre 
se le une otro que parece colega suyo. Los dos van hasta unas mesas altas 
en las que se puede escribir sin necesidad de sentarse y ambos se dedican

a pasar los datos del formulario del avión a otro formulario de mayor formato,
pero idéntico al primero. Cada uno de ellos rellena uno, uno por 
cada uno de nosotros. Ambos actúan con nerviosismo, muy deprisa. Nos 
hacen firmar al pie del impreso y se dirigen con nuestros pasaportes hacia

la ventanilla donde están los agentes de la policía. Nosotros les seguimos,
desorientados, como corderos que tienen miedo a perderse; su ritmo no
nos permite pensar ni reaccionar.
     En la ventanilla dos policías procesan el papeleo. Nos piden no sé
cuántos CFA, la moneda de Togo. No tenemos cefeás y entendemos mal
el francés. Nos lo traducen a veinte euros por cada uno de los visados. Yo
tengo billetes pequeños, pero el desasosiego que me causa el ritmo que
me imponen aquellos dos empleados me impide actuar con tranquilidad y
con lógica. Les doy el primer billete que pillo, es de cincuenta euros. Los
dos empleados nos alejan de nuevo de la ventanilla para seguir con el proceso.
Hemos entregado cincuenta euros y no nos han devuelto el cambio.
Sospechamos que ya podemos ir despidiéndonos de él. Aquellos dos nos
reclaman veinte euros. Es evidente que no se percatan de que no somos
nosotros quienes nos debemos el cambio. Dicen que los veinte de antes
eran para la policía, los de ahora son para pagar sus servicios. Empezamos
a pensar que nos encontramos en manos de profesionales de la estafa y lo
peor es que ignoramos hasta dónde serán capaces de llegar: tienen nuestros
pasaportes. La sensación de inseguridad es enorme.
     Volvemos hacia la ventanilla tras los dos empleados (no les hemos pagado
nada más). Dejan nuestros papeles en manos de los policías. Ahora todo
es cuestión de esperar otra vez. Tiene que firmarlos el jefe, que no está tras
la ventanilla. Cuando juntan unos cuantos se los llevan al despacho.
     Mientras esperamos tenemos a los dos moscones revoloteando a nuestro
alrededor. No cesan de decirnos cosas que no entendemos. Parece que
sigan un plan muy elaborado para ponernos nerviosos y darnos inseguridad.
Hacemos como si no fuera con nosotros e intentamos esquivarlos,
pero resulta del todo imposible.
     Por fin llega el visado con la firma y nos lo entregan. Nos informan
de que se trata de un permiso para siete días y que es necesario renovarlo
en Lomé para validarlo hasta la fecha de salida del país. Les recordamos,
sin hacernos muchas ilusiones de recuperar nuestro dinero, que nos
deben el cambio. Sorprendentemente, el policía nos lo da sin chistar.
Manolo le pregunta al agente si debemos pagar algo a aquellos dos; nos
informa de que se puede, pero que no es ninguna obligación.
       Cruzamos el control. Los dos empleados no se separan de nosotros,
prácticamente nos atropellan. Nos hablan continuamente y no sabemos
qué hacer. Manolo les da diez euros para que se fundan. Tenemos suerte.
Se conforman con el botín y desaparecen. Pero el nudo sigue firme en la
garganta. ¿Y ahora qué nos espera?
     Fuera reina la oscuridad; en el exterior apenas hay iluminación. No
tenemos cefeás, no tenemos habitación reservada en ningún hotel, no
vemos que haya transporte público alguno que nos pueda conducir al centro.
La oficina de cambio de moneda está cerrada. Vemos una puerta desvencijada
donde pone «Agencia de viajes». Está abierta y entramos.
Queremos alquilar una habitación y cambiar dinero. ¿Se puede? Se puede.
       La agencia es un pequeño despacho, muy destartalado, donde dos
muchachas parecen morirse de aburrimiento todo el día. Es muy probable
que seamos los únicos clientes desde hace una eternidad. Nos muestran
una lista rancia de hoteles, con precios y sin foto. Son bastante caros. Nos
decidimos por uno de precio intermedio (¡a saber con qué criterio!); nos
aseguran que es céntrico. Una de las chicas llama un taxi, que nos hace
pagar por adelantado. Vale siete mil cefeás, más tres mil de la comisión de
la agencia. Ella sube al taxi con nosotros.
       El trayecto no es largo. El taxi va pasando por calles que unos recién
llegados no pueden describir fácilmente. Poca iluminación. En las callejas
secundarias que atraviesan el Boulevard du 13 Janvier —una de las vías más
importantes de la ciudad— la oscuridad es absoluta. El bulevar está repleto
de tenderetes donde se vende de todo: comida, bebidas, colchones, 
motos, bicicletas, ruedas de automóvil, objetos variopintos y ventiladores,
muchos ventiladores. El tráfico es muy ruidoso y caótico. Se respira una
pestilencia de carburante mal quemado y de ínfima calidad. Resulta muy
desagradable. Algunos de los que regentan los tenderetes están sentados en
escabeles, pero la mayoría de ellos en el suelo, en una piedra o un bidón
vacío puesto del revés; otros duermen o están tumbados. Hay muchos
coches y motos circulando.
     El taxi se detiene delante de un edificio trasnochado. El callejón está
oscuro por completo. A un lado de la puerta, un segurata sentado en un
sillón con el cuerpo deshinchado levanta perezosamente una ceja al vernos
llegar. Entramos en el pequeño hall de la recepción acompañados
por el taxista y la chica de la agencia. Detrás del mostrador se amontonan
cinco personas, dos mujeres y tres hombres, con cara de no tener
nada que hacer. Un hombre, que imagino un huésped, está sentado en
un sofá. Cumplimentamos los datos para el registro de llegada y el segurata
nos conduce a nuestra habitación, no sin haber pagado antes el precio
de la noche que nos reclaman: treinta mil cefeás (1 Euro= 655 CFA). Por
si nuestros problemas con el cambio de pesetas a euros fueran pocos
ahora tenemos que enfrentarnos a los cefeás. ¡Lo que nos faltaba! Las
cantidades son astronómicas y no tenemos agilidad de cálculo.
     En el camino a nuestra habitación pasamos por patios interiores y
pasillos mal construidos, cochambrosos, abandonados y oscuros. Vemos
una especie de garaje, trastos por todas partes. Se trata de uno de esos hoteles
que nuestras expectativas de señores europeos nos hacen considerar de
muy mala muerte. Con el tiempo sabremos que, en Lomé, éste es un hotel
de lo más normal.
     La habitación es amplia. Tiene televisión, baño, con bañera y ducha,
y aire acondicionado. La televisión es un modelo de los años sesenta con
mala conexión o sin antena (las imágenes del único programa que se coge
están movidas), el aparato del aire acondicionado hace un ruido espantoso,
la bañera está sucia y las sábanas de la cama doble están usadas, tienen
manchas y pelos adheridos.
     Dejamos las mochilas y salimos con el corazón encogido. El hotel es
céntrico. Está en una calle secundaria sin asfaltar, pero el bulevar es una
vía de las principales y estamos a la vuelta de la esquina.
     El ruido en el bulevar es impresionante, el tráfico, sorprendente:
coches y motos con dos tripulantes. Todos conducen como locos con una
seguridad extraordinaria y esquivando los obstáculos y a los peatones en
el último momento. Cruzar al otro lado de la calle parece temerario, pero
no hay accidentes. No se ven semáforos ni pasos de peatones. Ambos
lados del bulevar están llenos de puestos de venta de cualquier mercancía,
iluminados con pequeños quinqués de petróleo. Los olores son muy
intensos y se mezclan hedores de todo tipo. Son tufos extraños, pero predomina
con creces el de gasolina que, sumado al alto grado de humedad
del aire, dificulta la respiración. Estamos muy desorientados y caminamos
como perdidos: somos los únicos blancos y la calle está muy animada.
       Deberíamos comer algo, pero ¿qué? Y ¿dónde? Los locales que vemos con
cartel de «Restaurante» presentan un aspecto deplorable, son como barracones
llenos de suciedad. Alguno parece menos desahuciado, pero ninguno
nos atrae. Aun así se nota que muchos pretenden ofrecerse como establecimientos
muy especiales, de cierta categoría. Se nos cae el alma a los
pies. Han sido demasiadas experiencias duras: el susto del aeropuerto, la
necesidad de pasar la noche en el primer hotel que se nos ha presentado y
ahora no nos quedan fuerzas para meternos en ninguna parte y comer
algo. Pero hambre sí tenemos y estamos agotados. Nos preguntamos si
seremos capaces de aguantar un mes entero aquí, pero nuestro billete de
vuelta está cerrado con fecha 6 de mayo de 2004.
     Erramos un buen rato, estamos muertos. Por fin vemos una terracita
de bar-restaurante que nos recuerda un poco (de lejos) el aspecto de los
locales que en nuestro país reciben este nombre. Sentados a una mesa hay
dos hombres blancos charlando animadamente con un hombre joven
negro. Entramos y nos sentamos. Pedimos pinchos de buey, agua y cerveza.
Comemos sin entusiasmo, pero bebemos como náufragos que han llegado
a puerto por la gracia de Dios. Después de cenar volvemos al hotel.
Estamos rematados.
     A cada uno de los lados de la entrada está sentado un segurata con el
cuerpo desmadejado. Uno de ellos se nos queda mirando y nos dice nosequé
de un café. Pretende que le invitemos a café, a él y a su compañero.
Lo mandamos al cuerno. Esto ya es demasiado. Con mucha aprensión nos
metemos en la cama. Dormimos con interrupciones, pero dormimos.
*
*
(Primer capítulo de Mi viaje a Togo. Ilustrado por Pilar Millán,a la venta en la Librería Altaïr, de Madrid y Barcelona)